Revista Iberoamericana de Neuropsicología
Vol. 3, No. 2: 171-183, julio-diciembre 2020.
Neuropsicología de las conductas agresivas: aportaciones a la criminología
Paula Tangarife-Calero1, Joaquín A. Ibáñez-Alfonso2
1 Universidad Loyola Andalucía, Departamento de Criminología
2 Universidad Loyola Andalucía, Laboratorio de Neurociencia Humana, Departamento de Psicología
Autor de correspondencia:
Joaquín A. Ibáñez-Alfonso
Avda. de las Universidades s/n,
41704, Dos Hermanas,
Sevilla (España)
Tel.: +34 955 641 600 (Ext. 2483)
Correo electrónico: jaibanez@uloyola.es
Neuropsicología de las conductas agresivas: aportaciones a la criminología
Objetivo: Este articulo tiene como objetivo presentar información actualizada de aquellos estudios que se centran en la alteración de los circuitos neuronales que median la respuesta de agresión y que conllevan la aparición de conductas violentas desadaptativas.
Método: se realizó una revisión bibliográfica de la literatura científica mediante la utilización de tres bases de datos: PubMed, PsycInfo y Cochrane, en las que se implementó la combinación de palabras clave (Aggresiviness OR “Aggressive behaviour” OR Violence OR Crime*) AND (Brain* OR Neuro*). No se establecieron límites temporales en la búsqueda.
Resultados: Los estudios muestran que las principales disfunciones neuropsicológicas vinculadas con las conductas agresivas se relacionan con alteraciones estructurales en la amígdala y en el córtex prefrontal. También destacan alteraciones funcionales en la conectividad de estas dos regiones que median el sistema de respuesta de agresión reactiva, así como de redes frontoparietales. Estas alteraciones se registran en personas con mayor tendencia a respuestas agresivas, en trastornos mentales como el trastorno de personalidad antisocial, o el trastorno explosivo intermitente, así como en casos de daño cerebral sobrevenido y enfermedades neurodegenerativas como la demencia fronto-temporal.
Conclusión: En esta revisión se constata la importancia de factores neuropsicológicos subyacentes en el comportamiento agresivo. Estos pueden aportar información muy relevante acerca de la regulación de los actos en determinadas condiciones tanto normales como patológicas. Por ello, se propone la creación de modelos de prevención integradores que tengan en cuenta tanto factores ambientales, como factores neuropsicológicos. El desarrollo de estos modelos por parte de la criminología contribuirá a la mejora de políticas criminales, así como a la estructuración de programas de prevención de reincidencia y reinserción social más completos y eficaces.
Palabras clave: agresión, amígdala, corteza prefrontal, neuropsicología, criminología.
1.1. ¿Qué es el comportamiento agresivo?
El término agresión se ha entendido tradicionalmente como la manifestación de comportamiento que tiene por objeto causar un daño físico a otro individuo con el fin de promover la supervivencia del sujeto (1). Con el paso del tiempo y la evolución del comportamiento agresivo en personas con comportamiento antisocial, hoy día se recoge la siguiente definición de la palabra “agresión” en la Real Academia Española de la Lengua: “acto de acometer a alguien para matarlo, herirlo o hacerle daño”. Como se puede observar, ahora hablamos de una expresión de agresividad contra otros sujetos de forma indiscriminada y sin ningún tipo de objeto evolutivo como especie, incluyéndose acepciones de la agresividad ya no únicamente física, sino también psicológica. Esta perpetración de la violencia ha acarreado numerosos inconvenientes para los individuos en particular y para la sociedad en general, que se tiene que enfrentar a un problema clínico por resolver.
Como punto importante para la comprensión de esta investigación, es necesario diferenciar entre los dos tipos de comportamiento agresivo que existen y que tienen procedencias neuronales completamente distintas. Por un lado, la agresión reactiva se desencadena por un estímulo frustrante o amenazante por lo que se relaciona con ataques no planificados fruto de la ira contra el objeto que se consideraría la amenaza. Por otro lado, la agresión instrumental es un comportamiento totalmente intencionado, dirigido hacia un objetivo con el fin de obtener algo a cambio (2).
Del estudio con animales se ha podido detectar que el sistema neuronal básico que media la respuesta de agresión reactiva es el siguiente: cuando un estímulo peligroso está cerca, tanto que es imposible la respuesta de huida, se activan las áreas amigdalinas mediales que, pasando por la estría terminal, llevan la señal al hipotálamo y acaba en la sustancia gris periacueductal. Se cree que este mismo sistema es el que media la agresión reactiva en humanos, estando regulado el sistema por el córtex prefrontal medial, orbital y frontal inferior (2). La agresión reactiva no es una respuesta desadaptativa del ser humano, aunque podría llegar a serlo bajo ciertas circunstancias que hacen que la respuesta al estímulo sea desproporcionada, como veremos más adelante.
En cuanto a la respuesta de agresión instrumental, se lleva a cabo como cualquier otra respuesta motora por el lóbulo frontal del cerebro, más concretamente por la corteza prefrontal, la corteza motora, y el núcleo caudado. La selección de la respuesta motora se da en función de la evaluación de las opciones disponibles de actuación, y de los beneficios y consecuencias de estas. Para una mayoría de los individuos, los beneficios de las respuestas conductuales antisociales no son lo suficientemente buenas como para compensar los costos de estas. Sin embargo, como veremos más adelante, existen personas que, debido a una evaluación alterada de las opciones, consideran las respuestas conductuales antisociales las más deseables (2).
A pesar de que, como hemos descrito hasta ahora, el factor biológico es fundamental en el comportamiento agresivo, y de que el presente trabajo se centrará en este elemento, cabe mencionar que, como en casi cualquier comportamiento humano, existe también un factor ambiental que interacciona con el factor biológico contribuyendo así al comportamiento antisocial de las personas.
1.2. Implicación de estructuras cerebrales
El comportamiento agresivo está regulado por un complejo circuito neuronal que involucra varias áreas corticales y varias estructuras subcorticales. Estas estructuras están extensamente interconectadas por lo que la actividad de cada de una de ellas tiene repercusión en las demás. En este apartado conoceremos mejor la función específica de las áreas más significativas.
El sistema límbico desempeña un papel importante en las conductas autorreguladoras en las que se incluirían las memorias personales, las emociones, y las conductas espaciales y sociales (3). La amígdala, estructura subcortical que forma parte del sistema límbico, situada en la zona interna de los lóbulos temporales mediales, está implicada en el comportamiento emocional y motivacional, teniendo gran importante en las respuestas agresivas del sujeto. Así mismo, desempeña un papel crucial en la capacidad de los sujetos de regular las emociones negativas. Estudios de neuroimagen afirman que la amígdala se activa como respuesta a estímulos que connotan amenaza, como pudieran ser las expresiones faciales de miedo (4). La amígdala también está involucrada en la percepción y consolidación de vivencias con carga emocional, como mediadora neural entre el sistema límbico y las estructuras cerebrales involucradas en el procesamiento de la memoria (4). Esto va a tener repercusión en la respuesta agresiva instrumental, pues la amígdala va a ser una estructura crítica para el aprendizaje y reforzamiento de estímulos (2). En cuanto a la respuesta agresiva reactiva, la amígdala forma parte del sistema mediador de respuesta de agresión reactiva (RAR), Amígala-Hipotálamo-Sustancia Gris Periacueductal. Una actividad incrementada de la amígdala ante estímulos emocionales crea un riesgo mayor de respuesta reactiva al aumentar la capacidad básica del sistema de amenazas (2).
Por otra parte, la corteza orbitofrontal, junto con la corteza prefrontal medial y la corteza prefrontal dorsolateral, conforman las tres regiones funcionales principales del córtex prefrontal, íntimamente ligado con la autorregulación del comportamiento y la toma de decisiones. Estas regiones prefrontales son receptoras de distintas aferencias dopaminérgicas mesolímbicas. Esta entrada desempeña una función moduladora de la manera en que las neuronas prefrontales responden a los estímulos que contribuyen a los estados emocionales (3). La corteza prefrontal está directamente relacionada con la modulación de los comportamientos agresivos, así como la autopercepción de la agresividad. Particularmente, la actividad reducida de la corteza prefrontal se relaciona con el comportamiento violento, la agresión y el crimen (5).
La finalidad de este trabajo es realizar una revisión actualizada de la literatura de los estudios acerca de la alteración de los circuitos neuronales que median la respuesta de agresión y que conllevan así a la aparición de conductas violentas. Para ello, se llevó a cabo una revisión bibliográfica de la literatura científica indexada en tres bases de datos: PubMed, PsycInfo y Cochrane. Las palabras clave de las búsquedas fueron (Aggresiviness OR “Aggressive behaviour” OR Violence OR Crime*) AND (Brain* OR Neuro*) [“agresividad”, “conducta agresiva”, “violencia”, “crimen/criminología”, “cerebro/daño cerebral”, “neurológico/neuropsicológico”, y derivados de las mismas]. Algunos de los artículos finalmente seleccionados también fueron elegidos por el método “bola de nieve” tras revisar la bibliografía de los artículos obtenidos en las bases de datos. No se fijó ninguna limitación temporal como criterio de búsqueda puesto que también se quisieron incluir ciertas publicaciones que versan sobre el desarrollo histórico de la neuropsicología de las conductas agresivas.
La hipótesis de la que partimos consistió en que los correlatos neurológicos que median la respuesta violenta se podrían ver afectados en personas que tienden a los comportamientos agresivos (en comparación con la tendencia de la población normal) o aquellas personas que, como consecuencia de alguna lesión o enfermedad, se muestran tendentes a estas reacciones. Contar con información actualizada en este ámbito ayudará al desarrollo de modelos de prevención de conductas violentas más completos y eficaces en el campo de la Criminología.
Los mecanismos que hemos visto anteriormente, encargados de producir y regular las conductas violentas, pueden verse alterados de forma natural, por el temperamento violento de la persona, o verse alterados por algún tipo de enfermedad mental o lesión cerebral. A continuación, se estudiarán las características neurológicas de personas con tendencias agresivas, y aquellos cuya patología o lesión cerebral les impulsa a cometer acciones violentas. El motivo de centrarnos en estos casos particulares se debe a que, a pesar de los numerosos estudios centrados en este tema, consideramos que en el ámbito de la Criminología no se le da la importancia práctica que, en cuanto a prevención, pudiera tener. Igualmente, es importante recalcar que el hecho de padecer alguna de las enfermedades que se describirán a continuación, o de haber sufrido una lesión cerebral, no se relaciona directamente con la posibilidad de actuar de manera agresiva en todas las situaciones.
1.1. Disfunciones neuropsicológicas en personas violentas
Se estudian casos de personas cuya tendencia comportamental es la respuesta violenta, la cual no se corresponde con ningún trastorno o lesión cerebral.
Existe la posibilidad de que el sistema mediador de RAR deje de ser un sistema adaptativo de la persona al medio que le rodea y que sus respuestas comiencen a ser desadaptativas, por lo que la persona mostrará reacciones violentas impropias de la situación en la que se encuentre. Esto se produce por una priorización del sistema mediador de RAR, que podría deberse a una exposición previa a la amenaza de una condición endógena, o a una alterada regulación prefrontal (2).
Estas personas parecen mostrar una defectuosa interpretación y manejo de los sentimientos, en particular los negativos. Esto se acompaña con respuestas intensificadas de la amígdala, principal componente del sistema mediador de RAR. La persona tiende a malinterpretar los acontecimientos que pudieran ser amenazantes, como las expresiones faciales de otras personas, y reaccionará violentamente como acto de prevención (2,6). Es importante destacar que esto no puede considerarse como un defecto neuronal o trastorno, ya que la evidencia demuestra que la capacidad de manejar las emociones negativas varía en todos los individuos. Por ejemplo, utilizando técnicas de neuroimagen para estudiar la neurobiología de los estados de enfado inducido, se ha encontrado que el enfado inducido estaría asociado con la activación aumentada de la corteza orbitofrontal, prefrontal medial y cingulada anterior, así como del córtex prefrontal dorsolateral, y la ínsula (7–9). Así mismo, la desactivación de las áreas orbitofrontales aumenta cuando se pedía a los participantes que expresaran agresión sin restricciones hacia un agresor, frente a cuando intentaban inhibir la imagen de agresión imaginaria sin ninguna instrucción (10). Por último, estudios de imagen por resonancia magnética funcional han mostrado evidencia de que la corteza orbitofrontal forma parte de un circuito neural que influye en la capacidad de los individuos para regular las emociones negativas (11). De este modo, aquellos participantes que tenían mayor activación en la corteza prefrontal izquierda parecían tener mayor capacidad para suprimir las emociones negativas que aquellos que presentaban niveles más bajos de activación en esta área (6).
En base a estas averiguaciones, una conclusión lógica a la que llegaron Davidson, Putnam, y Larson (12), fue que la actividad de la corteza orbitofrontal y el córtex cingulado anterior, en respuesta a una provocación, puede disminuir en ciertos individuos, predisponiéndolos a la agresión y la violencia. Lo que estos autores explicaron es que la agresión impulsiva podría ser producto de un fallo en la regulación de la emoción. De manera que los individuos normales pueden regular voluntariamente el efecto negativo que traen consigo ciertas señales amenazantes del entorno, como pueden ser gestos o palabras de ira o miedo por parte de otra persona, e incluso beneficiarse de ellas pues también cumplen una función reguladora. Mientras, los individuos predominantemente violentos presentarían una anomalía en el circuito responsable de este comportamiento adaptativo. Las anomalías en una o varias de estas estructuras, o las interconexiones entre ellas, podrían aumentar la propensión a la agresión en los sujetos que lo padezcan.
1.2. Trastorno antisocial de la personalidad
El trastorno de personalidad antisocial se define en el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM-5) como aquel que se manifiesta en la violación crónica de los derechos de otras personas por parte del individuo que lo padece; es incapaz de adaptarse a las normas de la sociedad o deciden no hacerlo (13).
Este trastorno surge entre la infancia y la adolescencia (normalmente en forma de trastorno de la conducta), presentándose como requisitos para su diagnóstico que el paciente tenga un mínimo de dieciocho años y que hayan existido evidencias del trastorno antes de los quince. Se pueden mostrar diferentes patrones de manifestación: algunos sujetos son emprendedores y controlan a la perfección distintas técnicas de estafa mientras que otros individuos pueden caer en el consumo (y, con frecuencia, distribución) de drogas ilícitas. El diagnóstico de este trastorno no se da si el comportamiento antisocial se presenta únicamente tras el consumo de sustancias estupefacientes y no se produce únicamente en el curso de la esquizofrenia o trastorno bipolar. Suelen ser personas agresivas tendentes a la irritabilidad, pudiendo incurrir en riñas y conductas criminales. Aunque pueden referir sentimientos de culpa, no parecen ostentar sentimiento de remordimiento por sus actuaciones. Aunque es un trastorno difícil de tratar, la evidencia apunta a que este va disminuyendo su manifestación conforme avanza la edad del individuo (conservándose conductas como el consumo de drogas).
Para poder reconocer los sustratos neurológicos que están detrás del tipo de comportamientos que se presentan en este trastorno, Schneider et al. (14) estudiaron mediante pruebas de PET el funcionamiento de las estructuras cerebrales en el aprendizaje emocional a través de una tarea de condicionamiento clásico. Los resultados mostraron un efecto de condicionamiento diferencial en la amígdala y la corteza prefrontal dorsolateral en pacientes con trastorno de personalidad antisocial en comparación con el grupo control, concluyendo que estas estructuras parecen especialmente relevantes en los procesos de emoción y condicionamiento. En concreto, registraron una aparente insensibilidad de la amígdala, una especie de desactivación, ante la presencia de estímulos olfativos aversivos que se presenta durante la etapa de habituación. Lo que estaría en sintonía con la aparente sensibilidad electrodérmica reducida también observada en estos pacientes durante la estimulación aversiva intensa (14) . Estos hallazgos nos llevan a pensar que los pacientes con trastorno de personalidad antisocial muestran reacciones cerebrales reducidas de las estructuras que, en condiciones normales, se ven activas ante estímulos aversivos, lo que podría explicar, por ejemplo, su escasa respuesta ante el castigo, de la misma forma que podría explicar las deficiencias en el aprendizaje de la evitación pasiva de un estímulo aversivo (14) . Sorprendentemente, se descubrió una mayor actividad cerebral en regiones subcorticales y corticales (amígdala y corteza prefrontal dorsolateral, respectivamente) durante el proceso de adquisición de conducta. Los investigadores explicarían este fenómeno como resultado de un esfuerzo adicional realizado por los pacientes para realizar la tarea, debido a que el proceso podría involucrar más recursos en individuos que son emocionalmente deficientes (14).
Por otra parte, Jiang et al. (15) se centraron en la posible alteración de las redes interregionales del cerebro de las personas con trastorno de personalidad antisocial. En su estudio se emplearon imágenes de resonancia magnética funcional en estado de reposo para examinar el conectoma de 32 pacientes con trastorno de personalidad antisocial y de 35 controles sanos, tanto a nivel global de conexión, como modular. Por un lado, se pudo comprobar que los pacientes con este trastorno tenían conexiones de recorrido más largo y de menor eficiencia de la red, por lo que mostraban una capacidad reducida de integración a nivel global de las funciones del cerebro. En cuanto a la modularidad, encontraron reducida la conectividad intra e intermodal relacionadas con las regiones frontales, lo que se relacionó con un peor rendimiento en esta estructura. Estos hallazgos se resumen en una integración y segregación reducidas en la organización de las redes cerebrales funcionales de los pacientes con trastorno de personalidad antisocial (en particular en la red de control frontoparietal), pudiendo contribuir a disfunciones en el comportamiento y en la cognición (15).
1.3. Trastorno explosivo intermitente
Tal como se describe en el DSM-5 (13), las personas con este trastorno cursan periodos de agresividad que tienen un inicio súbito ante cualquier tipo de provocación de carácter leve o incluso sin provocación alguna; podríamos estar hablando de una mala cara, un comentario jocoso por parte de un amigo o un golpe casual con un transeúnte en la calle, ante lo que reaccionarán de manera desproporcionada. Aunque cabe la posibilidad de que la respuesta del individuo sea simplemente de tipo verbal, existe la posibilidad de que tome una manifestación en forma de violencia física. Estas situaciones son tan graves que el individuo puede llegar a perder el control sobre sí mismo. Por tanto, diríamos que estas explosiones violentas no son planeadas, carecen de un objetivo concreto y su carácter es excesivo en relación con el estímulo que las desencadenó. A diferencia de las personas que padecen trastorno de la personalidad antisocial, los pacientes con trastorno explosivo intermitente suelen mostrar arrepentimiento tras la realización de las acciones violentas durante los episodios de crisis. Este trastorno puede diagnosticarse desde los seis años (o grado de desarrollo equivalente), siempre que no presenten comportamientos agresivos propios de un trastorno de adaptación. A partir de los 18 años se debe descartar que la sintomatología puede ser explicada por otros trastornos mentales (como el de personalidad antisocial), por alteraciones neurológicas, o por consumo de sustancias (13).
Atendiendo a la descripción de los síntomas de este trastorno, podríamos deducir que las personas que lo padecen presentan una afección en los sistemas que controlan las respuestas de agresión reactiva, pues como hemos mencionado, este tipo de comportamientos violentos no son deliberados. En este sentido, Blair (2) revisó diversas investigaciones sobre individuos con una tendencia a la agresión reactiva (no instrumental), entre los que se encontraban grupos conformados por personas con trastorno explosivo intermitente, planteando en estos casos una posible respuesta incrementada del sistema mediador de RAR por un incremento de la actividad de la amígdala, y/o reducción de la actividad reguladora prefrontal ante situaciones de carácter emocional (2). Una prueba realizada como comprobación a esta hipótesis es la tarea de discriminación emocional de rostros humanos. Debido a que las expresiones faciales actúan como señales no verbales entre seres humanos, ostentan un carácter emocional entre las interacciones humanas más simples. Se ha observado que los individuos que padecen trastorno explosivo intermitente tienen un deficiente desempeño de este control de reconocimiento, percibiendo gestos neutrales en los rostros como amenazantes. Estas deficiencias se explicarían por una disfunción en el circuito entre la amígdala y el área prefrontal que media la interpretación de las señales emocionales en este tipo de tareas (2). En este sentido, un estudio realizado por Coccaro, McCloskey, Fitzgerald y Phan (16) concluyó que existe un vínculo entre la disfunción del sistema integrado por la amígdala y la corteza orbitofrontal, y la agresión impulsiva de las personas con trastorno explosivo intermitente, que se muestra en tres niveles de evidencia:
- La actividad de la amígdala se ve enormemente incrementada y se da una disminución de la reactividad de la corteza orbitofrontal ante rostros que transmiten una amenaza directa.
- Existe una falta de conectividad funcional entre la amígdala y la corteza orbitofrontal durante la tarea de procesamiento facial en estos sujetos.
- Presentan una correlación directa y positiva entre la reactividad de la amígdala a las caras que representan ira y el grado de comportamiento agresivo como antecedente del sujeto.
Los resultados del estudio mostraron que, aun teniendo en cuenta las diferencias grupales en la percepción de las emociones, como puede ser la precisión en el reconocimiento de una expresión, fue claramente reconocible la diferencia en áreas del cerebro concretas en respuesta a ciertas emociones entre los pacientes con trastorno explosivo intermitente y el grupo control. La hiperactividad encontrada en la amígdala ante expresiones faciales que representaban ira es un síntoma que diferencia el trastorno explosivo intermitente del trastorno de personalidad antisocial e incluso de la psicopatía, que tendrían un componente más instrumental en la utilización de la respuesta agresiva (16).
En conclusión, podríamos decir que los hallazgos en cuanto al atípico incremento de la actividad de la amígdala ante estímulos emocionales, tiene consistencia con la hipótesis de que el riesgo de agresión reactiva aumenta si aumenta la capacidad del sistema mediador de RAR. Por ello, sería más probable que un individuo que padece trastorno explosivo intermitente muestre una respuesta de agresión reactiva en lugar de una respuesta de huida o congelación ante un estímulo amenazador (17).
1.4. Enfermedades neurodegenerativas
Las personas que padecen algún tipo de trastorno neurodegenerativo también pueden incurrir, debido a su enfermedad, en conductas antisociales y violentas. En concreto, es frecuente que pacientes con demencia frontotemporal, demencia semántica, o enfermedad de Huntington presenten estas conductas (18).
En el inicio de la enfermedad, los pacientes con demencia frontotemporal pueden presentar comportamientos socialmente inapropiados, que incluso pueden ser calificados por personas de su entorno como extraños. Estos conducen a trasgresiones legales y morales sin que necesariamente tenga que coexistir con un deterioro en la memoria, el razonamiento o el conocimiento de las normas sociales establecidas. Las personas afectadas por esta enfermedad que llegan a cometer delitos pueden describir perfectamente sus acciones y las consecuencias negativas que de ellas derivan y, a pesar de ello, no suelen mostrar signos de remordimiento (18).
En el estudio de Ryan Darby (18) se calcula que entre el 37 y el 57% de los pacientes que sufren demencia frontotemporal han cometido un delito que iría desde robos en tiendas, delitos sexuales, hasta delitos financieros, pudiendo llegar a utilizar en algunos casos la violencia. Algo semejante ocurriría con los pacientes con demencia semántica, cuyas tasas de actividad criminal irían desde el 21 al 55%. Sin embargo, no en todos los tipos de trastornos neurodegenerativos se dan este tipo de comportamientos con tan altos índices. Por ejemplo, en la enfermedad de Alzheimer se encontró entre un 5 y un 12% de comportamiento delictivo en el que, además, no suele prevalecer la violencia, pues son incidentes que se producen por problemas cognitivos o de memoria causados por la propia enfermedad. Igualmente, estos datos aumentan si la enfermedad tiene comorbilidad con otros trastornos, especialmente sexuales o parafilias (18). No obstante, la tasa de delitos penales en la población general varía mucho en función de cada país. Por ejemplo, la tasa española se sitúa en torno al 4,7 %, mientras que en México sube hasta el 28,3% (19,20). Además, en estos datos generales no suele aparecer el porcentaje atribuible a población clínica, por lo que las estimaciones relacionadas con el comportamiento delictivo de personas con alteraciones neurológicas deben tomarse con cautela.
Un estudio realizado por Miller, Darby, Benson y Miller (21), propuso respaldar la explicación de los comportamientos antisociales de las personas que padecen demencia frontotemporal por una alteración regional común a todos los pacientes. Pensaron que, principalmente, el problema debía situarse en el lóbulo temporal anterior y frontal, al ser esta zona la que se ve alterada en la demencia frontotemporal, cuyos índices de agresión y comportamiento antisocial son mucho mayores que, por ejemplo, en la enfermedad de Alzheimer, donde las áreas mencionadas suelen estar relativamente conservadas. Sin embargo, no se ha podido explicar por qué algunos pacientes muestran este tipo de comportamientos y otros no, más allá de la variedad anatómica. En algunos sujetos los lóbulos temporales estaban más gravemente afectados mientras que, en otros, la lesión era predominantemente frontal. De igual forma, existían asimetrías en los hemisferios entre los sujetos individuales que podrían variar las afecciones (21).
A lo largo del tiempo se han ido desarrollando nuevas teorías como la propuesta por Hirono et al. (22), que defiende la asociación entre el comportamiento agresivo en pacientes con demencia y la hipoperfusión en la corteza temporal anterior izquierda. Aunque la evidencia del estudio fue clara, no quedó del todo aceptada la hipótesis ya que la muestra era reducida y porque no se pudo demostrar la implicación esperada de la corteza orbitofrontal en los pacientes.
1.5. Sujetos con lesiones cerebrales adquiridas
La investigación en individuos que han sufrido lesiones traumáticas ha sido de vital importancia en el estudio para la comprensión del funcionamiento cerebral. Esto se debe a que, dependiendo de la zona dañada por el accidente, la persona puede presentar cambios a nivel cognitivo, emocional o motor relacionados con diferentes rasgos de la personalidad que, a su vez, puedan llevarle a aumentar sus conductas violentas (18). Es lo que habitualmente se ha denominado “psicopatía adquirida” o “pseudopsicopatía”. El estudio de estos cambios comportamentales ha permitido probar las relaciones existentes entre regiones específicas del cerebro y su correlato en el comportamiento del individuo (18).
Para poder establecer una clara diferencia entre el comportamiento psicopático primario y el comportamiento psicopático por daño sobrevenido, Pujol, Harrison y Contreras-Rodríguez (23) revisaron la evidencia disponible a partir de técnicas de neuroimagen. Encontraron que, a diferencia del comportamiento psicopático de personas con lesiones cerebrales, las personas que sufren psicopatía o rasgos psicopáticos no muestran ninguna anomalía anatómica tras la inspección visual del cerebro. Así mismo, encontraron que el volumen cerebral total era similar al de la población general. Sin embargo, a nivel más específico, se ha detectado una reducción en el volumen del lóbulo temporal y una afección mínima en el lóbulo prefrontal (23).
Uno de los casos más conocidos históricamente fue el descrito hace más de un siglo por Harlow (24), en el que explicaba cómo un trabajador de la construcción de ferrocarriles, Phineas Gage, sufrió daños focales en la corteza frontal después de que, en un accidente laboral, un trozo de hierro le atravesara el cráneo. A pesar de este trágico suceso, los médicos quedaron sorprendidos al ver que este paciente había sobrevivido y que muchas de sus facultades se encontraban intactas, aparentemente, por lo que quisieron estudiar su caso para cerciorarse de si surgían complicaciones posteriores a la recuperación. Así, pudieron comprobar que Gage se había convertido en un hombre con una personalidad completamente opuesta a como era antes, tornándose irrespetuoso, irresponsable, carente de respeto por las normas sociales, impaciente y caprichoso (24). Estudios posteriores han demostrado que los pacientes con lesiones prefrontales ventromediales experimentan una insensibilidad a las consecuencias futuras que les provoca una incapacidad para modificar los comportamientos de riesgo (4,6).
En el estudio realizado por Darby (18), solo el 9% de las personas estudiadas con traumatismo no penetrante estuvieron relacionadas tras el accidente con conductas violentas o la realización de actos criminales. Por otro lado, según este estudio, las personas con traumatismo penetrante presentan una clara relación entre el daño en regiones específicas y el comportamiento violento. Para ser exactos, el 14% de los pacientes con traumatismo craneal penetrante con afección en los lóbulos frontales presentan comportamientos violentos, mientras que las personas con afección en otras regiones corticales no presentaron una correlación entre el daño y el comportamiento violento incrementado (18).
En la línea de lo comentado en relación con las tasas de criminalidad en enfermedades neurodegenerativas, cabe destacar que el vínculo causal entre el traumatismo y el comportamiento criminal sigue estando en duda (18). No obstante, las lesiones en dos regiones cerebrales suelen estar asociadas a la aparición de conductas agresivas subsecuentes:
- Lesiones en el córtex prefrontal: la corteza orbitofrontal y la corteza cingulada anterior tienen un papel importante en la supresión de emociones negativas y en el surgir de la violencia como respuesta. De acuerdo con esto, los pacientes que presentan una lesión en la corteza orbitofrontal presentan, como normal general, un control de impulsos deficiente, arrebatos agresivos, insensatez y falta de sensibilidad interpersonal. Esto puede llevar a un aumento de la probabilidad de comisión de un delito esporádico. En cambio, la evidencia científica sugiere que el córtex cingulado anterior, que presenta un papel relevante en el procesamiento de los estímulos afectivos dolorosos (como la sensación de desagrado que acompaña a un daño tisular), no varía del todo su función en pacientes con una lesión en esta zona del cerebro en comparación con pacientes sanos. Según sus respuestas, sienten aun malestar y sufren las consecuencias de los estímulos afectivos, aunque los reportan como menos angustiosos o molestos (6).
- Lesiones en la amígdala: involucrada en una variedad de comportamientos emocionales entre los que encontramos la agresión, puede influir en la probabilidad de que ciertos eventos de importancia a nivel afectivo se activen a atencionalmente y alcancen el nivel de consciencia. Un mal funcionamiento de la amígdala puede provocar un aumento de los sentimientos de miedo o agresión en el sujeto, incluso sin explicación alguna (4). Un caso histórico sobre este tipo de lesiones fue el de Charles Whitman, estudiante ejemplar de 25 años, Eagle Scout y miembro de la Marina, que comenzó a sufrir fuertes dolores de cabeza, pensamientos perturbadores y compulsión por la escritura (4). Su cambio de comportamiento drástico llegó hasta el punto en que perdió su beca de estudios, comenzó a golpear a su pareja y confesó al psicólogo de su universidad que estaba preocupado porque cada vez tenía mayores deseos de, según refería, “coger un rifle y comenzar a disparar a gente”. Dos semanas después de esta confesión, Whitman asesinó a su mujer y a su madre (dejando notas que expresaban su desconocimiento del motivo por el que hacía esto) y disparó desde una azotea del campus de su universidad acabando con la vida de 14 personas. En su autopsia se reveló algo sorprendente: un glioblastoma en la región hipotalámica de su cerebro estaba comprimiendo la amígdala, lo cual causaba una sobreestimulación de la misma (4). Por casos como este, sabemos que, así como la sobreestimulación de la amígdala puede dar lugar a conductas violentas e incontrolables, las lesiones en esta misma región afectan, además, en el significado que se le aportan a los recuerdos y a las acciones, es decir, la reacción ante eventos emocionales conocidos. Esto se debe a que la amígdala trabaja en la percepción y consolidación de memorias con carga emocional y, por tanto, en la evaluación del valor emocional de una situación a la que se enfrenta el sujeto, que servirá de guía en la toma de decisiones a nivel comportamental (4).
No obstante, aunque la investigación sobre individuos que han sufrido lesiones traumáticas es de vital importancia para nuestra comprensión de los sustratos neuronales del comportamiento agresivo y/o violento, existen diversas limitaciones en los estudios de lesiones cerebrales tales como el que no se haya podido controlar por variables como la historia previa de comportamiento agresivo o violento, el estado socioeconómico, la estabilidad del empleo o el abuso de sustancias (6).
En esta revisión hemos podido constatar cómo diversos estudios afirman la importancia de factores neuropsicológicos subyacentes en el comportamiento agresivo. Los individuos con alteraciones estructurales o funcionales en el sistema regulador emocional podrían manifestar comportamientos descontrolados y dominados por la ira, debiéndose esto a un estilo de respuesta controlado por la estimulación externa y una interpretación incorrecta de la información recibida como amenazante (1). A pesar de esto, sus capacidades de inteligencia general, razonamiento lógico y comportamiento declarativo de normas morales y sociales suelen encontrarse intactas (1). Personas característicamente impulsivas, han mostrado respuestas elevadas del sistema mediador de RAR y/o reducida actividad reguladora de la corteza prefrontal. El aumento de la capacidad de respuesta del sistema genera un riesgo mayor de agresión reactiva en el sujeto (2).
En cuanto a las lesiones cerebrales, podemos decir que existen numerosos casos en los que una lesión cerebral ha cambiado la forma de actuar de las personas, en algunas ocasiones, incrementando su agresividad. Aunque también hay que tener en cuenta que las lesiones cerebrales no implican siempre esta consecuencia y que, en todo caso, ésta se va a relacionar con la zona afectada del cerebro. En este sentido, córtex prefrontal y amígdala son las dos estructuras más habitualmente relacionadas con la aparición de conductas agresivas tras su lesión (4). Sin embargo, se debe seguir profundizando en su implicación concreta, pues no todas las regiones prefrontales se asocian por igual al comportamiento agresivo y, por ejemplo, la amígdala se divide en diferentes secciones funcionales, por lo que diferentes lesiones en la amígdala pueden relacionarse con diferentes consecuencias (4).
La criminología como ciencia busca la comprensión del delito, el delincuente y las motivaciones que llevan a este a cometer los hechos delictivos en concreto, la víctima y los controles sociales, de manera que, comprendiendo el porqué del delito se pueda mediar en su comisión y en sus repercusiones (25). Los hallazgos reportados en esta revisión son de gran importancia para la criminología tanto a nivel teórico como práctico pues, históricamente, los paradigmas que han guiado la práctica de la criminología han girado en torno a los modelos sociológicos y jurídicos particularmente. De esta manera se han podido pasar por alto esta serie de interconexiones que producen y reproducen la criminalidad, cerrando la puerta al conocimiento del delito en su totalidad dentro de su naturaleza multidimensional. Dentro de los intentos de expansión de la imagen del crimen mediante la integración teórica se hace un énfasis general centrado en los paradigmas dominantes antes mencionados, en lugar de una estrategia más amplia en la que se incluya, por ejemplo, la neuropsicología de la violencia (6).
Como se recoge en la obra de Redondo-Illescas y Garrido-Genovés (25), las investigaciones de las últimas décadas en criminología, principalmente estudios longitudinales que observaban la infancia y la adolescencia de jóvenes que acabarían mostrando comportamientos inadecuados, han determinado que existen ciertos factores que, sin predecir la comisión de hechos delictivos, muestran una probabilidad mayor en el sujeto para cometerlos. A estos se los conoce como factores de riesgo. En general, se ha podido comprobar la influencia de ciertas características familiares e individuales. Sin embargo, los estudios dedicados al influjo criminológico de los factores biológicos son aún escasos (25).
Igualmente, es necesario tener en cuenta que la neuropsicología de la violencia aporta únicamente un ángulo complementario desde el que poder estudiar la criminalidad. Este debe integrarse dentro de una red lógica cuya complejidad brindará la información completa de los fenómenos a estudiar. Con esto queremos remarcar que no se debe reducir el comportamiento agresivo al funcionamiento del cerebro, como ya hemos mencionado a lo largo del trabajo, pero que este puede aportar información muy relevante acerca de la regulación de los actos en determinadas condiciones. Pretender comprender el comportamiento humano únicamente a través de la actividad del sistema nervioso puede ser tan limitado como hacerlo únicamente a través de las influencias ambientales. En la integración de ambos modelos creemos que está la clave.
Las condiciones individuales de tipo social como son el haber sufrido abuso durante la infancia, violencia, inestabilidad familiar, pobreza, carencia afectiva, abuso de sustancias paternal, etc. son predictores de la violencia en los sujetos pues influyen en del desarrollo del sistema nervioso, aumentando la probabilidad de presentar respuestas de este tipo (25). Según Bufkin y Luttrell (6), la evidencia que aporta la neuropsicología sobre las conductas violentas legitima aún más el tipo de prevención que promueven los defensores del paradigma sociológico (6). Gracias a los avances de la neurociencia actual, hoy día tenemos suficiente evidencia de que todas las experiencias a las que se expone una persona a lo largo de su vida, especialmente durante la infancia y la adolescencia, tienen una repercusión en su comportamiento, no solo a través del aprendizaje de determinadas maneras de actuar, sino también en su biología y en la configuración de su sistema nervioso.
Además de ayudar en la creación de modelos de prevención por parte de la criminología, el estudio de las estructuras neurológicas que median la violencia contribuirá a la mejora de políticas criminales y al sistema de justicia centrado en la reeducación y la resocialización de los individuos. La información teórica aportada será de ayuda en la estructuración de programas adaptados a cada individuo, de prevención de reincidencia y reinserción social.
1.1. Tipos de medidas de prevención
Conociendo los datos que se han aportado durante el trabajo, pueden surgir diferentes tipos de medidas de prevención según se atienda al factor biológico de la violencia o al factor ambiental. Esto se debe a que los actos de agresividad no tienen un único motivo de inicio. A pesar de que el factor biológico del sujeto cumple, como hemos visto hasta ahora, un papel crucial, no solo en este tipo de comportamientos, sino en todos aquellos que lleva a cabo una persona, el factor ambiental es fundamental para que los mecanismos neurológicos lleven a cabo finalmente la actividad para la que están preparados.
Los métodos de prevención que se llevan a cabo en casos de violencia suelen priorizar uno de los dos factores sin tener en cuenta la relación que ambos guardan y la afección que se procesan mutuamente. Así, por ejemplo, en 2016 se iniciaba un proyecto de prevención específica en instituciones penitenciarias españolas que consistía en la estimulación eléctrica cerebral a 41 hombres internos, siendo 15 de ellos homicidas, es decir, tratando únicamente el factor biológico de la agresividad. El experimento se llevó a cabo por la psicóloga Raquel Martín para su tesis doctoral y supervisado por Guadalupe Nathzidy Rivera, de la Universidad Autónoma de Baja California, en México, y por el psicólogo Andrés Molero, de la Universidad de Huelva. Este último explicaba ante los medios que “la estimulación eléctrica tiene un potencial de uso muy alto” mostrando reducciones en la agresividad de hasta un 37% y que, por supuesto, los presos que se estaban sometiendo a las sesiones se habían ofrecido voluntariamente (26). Como explica Martín en su publicación sobre el estudio para la revista Neuroscience, el experimento consistía en, primeramente, la utilización de una versión española del Buss-Perry Agression Questionnaire (BAQ) en las que se encuentran 40 ítems que consisten en afirmaciones de tipo “si se me provoca lo suficiente, puedo golpear a otra persona” a lo que los presos debían responder con un número de una escala del 1 al 5 en la que 1 significa “extremadamente poco característico para mí” y 5 “extremadamente característico para mí”. La BAQ se divide en tres escalas, midiendo la agresión física, la ira, la agresión verbal y la hostilidad. Tras esto, y mediante la colocación de unos electrodos en el cráneo, se procede a la estimulación transcraneal hasta alcanzar la corteza prefrontal para lograr la estimulación de esta. Estas sesiones, de una duración de media hora, se repetían durante tres días en tres ocasiones (5). Los resultados mostraron un descenso de la agresividad subjetiva de los participantes, resaltando tres aspectos fundamentales:
- Con tres sesiones de estimulación transcraneal en la corteza prefrontal bilateral, se redujo la agresividad medida reportada en el autorregistro.
- El efecto se puede observar en todas las dimensiones de la BAQ en la muestra compuesta por homicidas.
- En la muestra compuesta por delincuentes agresivos no homicidas, el efecto se observó en 3 de las 4 escalas que componen el BAQ.
A pesar de los buenos resultados en la primera fase ya realizada del experimento, y estando aprobada la segunda por las autoridades penitenciarias, a inicios de 2019 se decidió la paralización cautelar del proyecto. Igualmente, no se han evaluado de forma total las características relevantes de la aplicación, así como sus efectos en situaciones agresivas reales o en síndromes clínicos, por lo que su utilidad todavía ha de considerarse relativa.
Por otro lado, la criminología guarda diferentes tipos de prevención dedicados al factor ambiental (25). Por ejemplo, la prevención medioambiental asume, siguiendo las teorías de la elección racional y de la oportunidad, que los delincuentes piensan y actúan igual que cualquier otro ciudadano. Por ello, su modo de plantear la prevención es eliminando aquellos objetos que hacen de alguna manera “fácil” al delincuente el hecho de delinquir, o haciendo más notables las consecuencias de ello. Según Clarke existirían tres estrategias para prevenir la delincuencia: incrementar el esfuerzo que requiere el hecho de delinquir (endureciendo los objetivos, estableciendo control de acceso, desviación de transgresores, control de facilitadores), incrementar el riesgo (vigilancia formal o natural) y reducir la ganancia (desplazamiento de objetivos, reducción de tentaciones) (25).
Teniendo en cuenta lo mencionado anteriormente acerca de los factores de riesgo, otro tipo de prevención interesante para tratar los problemas de agresividad y delincuencia son los programas de intervención temprana. Estos programas consisten en el trabajo con niños para la mejora de sus competencias emocionales y sociales, así como la mejora de su ambiente de aprendizaje. El ámbito de implantación suele ser dentro del entorno familiar o en la escuela, y la duración es al menos de dos años, integrando en la intervención tanto a padres como profesores, sea cual sea el ámbito en el que se aplique. Su base teórica se fundamenta en la psicología del aprendizaje social utilizando estrategias de enriquecimiento cognitivo y autocontrol. De esta manera se quieren reducir los factores de riesgo que estén presentes en el joven y crear un ambiente propicio de desarrollo en el que se incrementen los factores de protección posiblemente existentes (25).
En conclusión, consideramos que indagar aún más en los tipos de prevención tanto a nivel biológico como ambiental, y combinarlos en un modelo integrado de prevención que conozca y trate la interacción que se da entre organismo y ambiente a lo largo de todo el ciclo vital, sin duda guiará las orientaciones futuras en este campo de la criminología.
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